La vida escénica.

«La Vida Escénica» es la última novela que las hermanas Jenssen presentan juntas. Basada en la azarosa vida y aventuras de Pablo de Olavide y Jauregui,LVE un influyente personaje que desgraciadamente forma parte de los grandes «olvidados de la historia».

El libro narra gran parte de la historia de España y Francia del siglo XVIII a través de las experiencias vividas por el peruano, cuyas tropelías merecieron toda la atención de la época desde que huyera de Lima tras el terremoto que asoló la ciudad. Sus errores, sus aciertos y su gran pasión por el teatro marcaron el destino de muchas personas hasta el punto de ser considerado merecedor de bautizar con su nombre a la Universidad de Sevilla.

Os dejamos el primer capítulo de la novela que comienza citando a un grande entre los grandes y referente de la literatura en habla hispana a nivel mundial Miguel de Cervantes en un extracto de «Don Quijote de la mancha» recitado por el protagonista de la obra, Pablo de Olavide, en un teatro de Lima.

©La Vida Escénica (PRIMER CAPÍTULO COMPLETO)

(Las aventuras de Pablo de Olavide)
Mia Jenssen & Virginia Jenssen
“La Vida Escénica”© por Mia Jenssen y Virginia Jenssen

© Capítulo I: Vuelta a la madre patria
-“Adonde interviene el favor y las dádivas, se allanan los riscos y se deshacen las dificultades.”- repetía el limeño sobre las relucientes tablas de aquel escenario recién construído, esperando la respuesta de su compañero de escena, un Sancho que, no acordándose de las letras, merodeaba una y otra vez por el decorado improvisando gruñidos y gestos hasta que las palabras adecuadas le vinieran a la memoria.
De pronto, la respuesta llegó a sus labios por mediación del apuntador, que se retrasó en su repaso por las páginas de la obra, por extensas, para ayudar al actor desmemoriado. Así, el Sancho del Quijano pronunció su largo discurso más seguro de sí mismo, más locuaz.
Mientras, quien encarnaba a Quijote oyó como alguien le chistaba desde bambalinas. Giró la cabeza para ver quien osaba interrumpirle en su placer, que no trabajo y descubrió a un viejo amigo suyo que le susurraba:
-Pablo, venid.-
Pablo, se acercaba sigilosamente, sin enturbiar la escena, a su amigo y arrimando su oído a la esquina izquierda del escenario se prestó a escuchar lo que este tenía que decirle con tanto apremio.
-Pablo, habeis de marcharos en seguida.-
-¿Qué es lo que ocurre, mi fiel amigo?Acaso no veis que estoy en plena interpretación. ¿Pensáis privar a los indígenas de las aventuras del gran Don Quijote de la Mancha?.-preguntó algo enfadado tratando de que el público no le oyera, hablando con los labios fruncidos, para disimular.
-Amigo, si valoráis vuestra vida o al menos vuestra libertad, os aconsejo que salgáis de aquí con premura, pues os persigue la ley y antes de que acabéis esta obra seréis apresado.-
-¿Apresado?, creí que había quedado claro que la construcción de este teatro era un bien social, más que el techo y más que el pan.-
-Dejad, por Dios, de interpretar, que es con vuestro amigo de infancia con quien estaís hablando. No os buscan por la construcción del teatro, os ha denunciado vuestro tío.-
-Mi tío, decís. Y a santo de qué me iba a denunciar a mi…¡Ah!, no me digáis que es por ese asunto de…-
-Los pañuelos, amigo Pablo, los pañuelos. Se ha enterado de todo y está dispuesto a que paguéis por ello.-
-Está bien, entonces, no me queda otro remedio que abandonar la ciudad de Lima.-
-Yo aconsejaría más bien que abandonáseis el Perú, tenéis muchas cuentas pendientes.-
Pablo se apartó de su amigo súbitamente al ver que le llegaba su turno de réplica en la obra, con la mente ocupada en la idea de huir de inmediato de un teatro repleto de gente. Caminó sobre la madera, de un lado al otro del escenario y saltándose el guión exclamó:
-Pero, qué veo ahí, amigo Sancho…-


Su compañero de escena, oyendo su improvisación pensó que se había olvidado del texto y quedó perplejo mirando al apuntador para que este le fuera diciendo las líneas. De este modo, el anciano hombre hizo lo propio y comenzó a recitar lo que Quijote debía decir, enervando aun más a Pablo quien se acercó al hueco donde se encontraba y le despojó del libreto, tirándolo a una esquina tras el escenario. Luego continuó diciendo:
-Pero, ¡qué veo ahí, amigo Sancho! Mi bella Dulcinea, presa de los mostruos de largos brazos otra vez-.
Los actores se miraban atónitos, no comprendían qué le estaba ocurriendo. No así el público que, al desconocer la obra, no podía sino reir al escuchar la disparatada forma en que tornaba el argumento.
-Debo partir por mi yelmo, pues sólo con este lograré detener a esos infames de cuatro brazos que giran y giran y giran…-
Y girando se escabulló por el foro y corrió, como si le fuera la vida en ello, tratando de escapar de las fuerzas de la ley que estaban a escasos metros del teatro hacia el que se dirigían con la intención de detenerle.
El reparto de la obra quedó trastocado, sin saber qué ocurría se dispusieron a continuar con la función, obligando al pobre Sancho a interpretar improvisadamente hasta que consiguieran disfrazar al sustituto de Quijote para que continuara en el lugar del proscrito anterior.
Pablo escapaba a tal velocidad que no le dio tiempo a pensar hacia donde debía dirigirse.
A empujones atravesó el mercado que estaba repleto de gente, chocando con un puesto de patatas y cayendo al suelo. El mercader le gritaba improperios mientras él trataba de levantarse resbalando una y otra vez con los tubérculos bajo sus pies. Cuando logró imcorporarse por fin, siguió corriendo a la vez que el hombre trataba de recoger las patatas y le gritaba:
-¿Quién os creeis que sois para tirar mi mercancía?, ¡hijo de los demonios! –
Pablo se giró y dijo a voces mientras se recomponía el traje de Quijote que aun no había podido quitarse y colocaba su peluca que había quedado girada:
-¡Soy Don Pablo de Olavide!-.
-Un loco es lo que sois, si pensais que me voy a creer esa trola viniendo de un individuo con semejante pinta…- continuó maldiciendo el mercader mientras Pablo paró en seco su carrera al llegar al puerto.
-¿Y ahora, qué?- se preguntó extasiado por la carrera.
Tras de sí oyó como unos guardias corrían por las calles con unos pasquines, preguntando a los ciudadanos. Preso del pánico, saltó al agua y nadó hacia uno de los barcos que permanecía atracado cargando semillas, abalorios y telas para vender en el viejo mundo.
Una vez en el barco, buscó algún lugar donde esconderse cual polizón. Andó a hurtadillas por este, escondiéndose de los marineros tras los mástiles, buscando la entrada a los camarotes.
Bajó unas angostas escaleras y llegó hasta una puerta. Se disponía a abrirla cuando desde dentro hicieron lo propio dejandole tras ella y con un sonoro golpe en la nariz. Por suerte los rudos marineros que salían de la pequeña habitación no se percataron de su presencia.
Pero Pablo se dio cuenta de que aquel lugar no era seguro, que si le descubrían le entregarían a las autoridades o, lo que es peor, le llevarían a alta mar y le tirarían a los tiburones.
Así, volvió a la cubierta y trató de pensar donde meterse. En seguida atisbó los toneles y tinajas que cargaba el barco. Abrió la tapa de uno y decidió introducirse en él. Metió primero una pierna, pero al tratar de meter la otra se dio cuenta de que no cabía. El tonel era muy pequeño para su volumen.
Sólo había otro más grande que este, junto a una pila de objetos de orfebrería. Pablo abrió la tapa, pero estaba lleno de víveres para abastecer a los marineros durante el viaje. Como las prisas le apremiaban, giró su mirada a ambos lados para asegurarse de que no le veían y comenzó a lanzar los alimentos al mar hasta dejar el tonel vacío y meterse dentro.
Parecía que lo peor había pasado, empezó a sentirse seguro aunque agobiado por el calor que hacía allí dentro. Pensó que nada malo podría ocurrirle si destapaba un poco el tonel. Pero al asomar la cabeza por la entrada de este, vio como una multitud de gente se lanzaba al mar inquieta, dirigiéndose al extremo del barco en el que se encontraba.
Pablo creyó que el final llegaba. Pensaba que toda esa gente le había visto huir y que iban tras él. No le cabía duda de que su pésima gestión como administrador de los bienes de los fallecidos tras el terremoto que asoló Lima, dejando a las gentes sin hogar a su suerte, había provocado la ira de estas que pretendían prenderle en venganza por malversar los fondos dirigidos hacia las víctimas para construir su gran y recién estrenado teatro.
Pablo pensaba para sí: “Este populacho, odioso del arte, dependiente de la palabra de Dios, no han apreciado el legado que les dejo y cual ingrato enemigo vienen en multitud a apresarme, apresando así las artes, arrancándome de escena, rehusando a mi público de mi presencia.”
Procuró permanecer en silencio, respirando despacio, sentado dentro del tonel observando por las rendijas de la carcomida madera a quienes le privarían de su libertad.
Vio como un muchacho se acercaba cada vez más al barco. Pablo tragaba saliva mientras rodeaba sus rodillas con los brazos, apretándolas con fuerza por la tensión del momento.
El muchacho tomó algo del agua, se giró hacia la orilla y lo alzó diciendo a voz en grito:
-¡Venid!, ¡es cierto, es comida lo que flota!.-
Tras él, la gente empezó a agolparse para recoger lo que Pablo había tirado antes de esconderse en el tonel. De pronto, un súbito movimiento hizo que casi cayera rodando. Era el barco que zarpaba, comenzando su travesía hacia Europa y con él las aventuras de Pablo de Olavide en el continente.
En lo profundo de su ser sabía que jamás regresaría a Lima, su mente no podía cesar de rememorar la vida que había llevado hasta entonces, desde que nació a finales del primer mes del año 1725, en el seno de una familia de hidalgos navarros afincados en Perú, cuyo patriarca, Martín Olavide fue contador mayor del tribunal de cuentas de Lima, poseía una empresa de paños y cuya esposa era María Ana Jauregui, hija de un capitán Sevillano y una Limeña..
Entonces empezó a rememorar como su vida cambió cuando la tierra tembló bajo sus pies, pereciendo sus seres queridos. Tapando, con los escombros de lo que un día se alzó altivo, los cuerpos sin vida de un pueblo devastado por la furia de la naturaleza.
Se veía a sí mismo sentado en una taberna, observando su vaso sin apenas poder saborear la vid que contenía. Con la mirada perdida se embelesaba en la espera hasta que oyó una voz que decía:
-Mi buen amigo, Pablo ¿Ya os han servido?-.
-Ángel. Menos mal que habías venido con prontitud, pues el dulce nectar me tentaba-.
-No gustaís beber solo-.
-No cuando espero a un amigo- le dijo Olavide apoyando su mano sobre el hombro de su amigo el Marqués.
El hombre levantó ligeramente su mano haciendo un gesto al mesonero para que le sirviera lo mismo y con una sonrisa le contestó:
-Qué vamos a celebrar esta vez, el cortejo a una nueva dama-.
-Algo menos excitante pero más efectivo-.
Su amigo se echó a reír y replicó:
-Todavía estaís dolido por aquella muchacha. Olvidadla ya. Era virtuosa, ¿y qué? Ya encontrareis con quien saciar vuestros placeres-.
-Se halla ante vos el nuevo administrador de los bienes de los fallecidos por el trágico suceso-.
-¿Vos? Qué artimañas habréis obrado para que el virrey confíe en vos tal tarea, como lo hizo con vuestro padre antaño. No, no me lo digáis, que apenas observo vuestro rostro y ya intuyo vuestras maneras- dijo sonriéndose mientras cogía el vaso.
-No deberíais hablar así de un amigo, más cuando la gente escucha. No quisiera ver mi prestigio en entredicho antes de tiempo-.
-No había malicia en mis palabras, aun así os pido disculpas-.
Olavide cogió la jarra con ímpetu y volvió a llenar los vasos diciendo:
-Bebed, Marqués de Casa Calderón, que la dicha se instala en mi casa y hay que celebrarlo-.
Brindaron con sus vasos y prosiguieron su charla.
-Me alegro por vos, así podréis abonar las deudas que dejó vuestro fallecido padre- dijo el Marqués.
-¿Deudas? Se marcharon con él que fue quien las contrajo-.
-¿Qué queréis decir?-.
-Que no veo justo que mi persona disminuya su patrimonio por algo que no ha acometido. Yo no pedí construir una empresa de paños, por mi mente nunca hubiera pasado tal vulgaridad-.
-¿Vulgaridad decís? Muchos quisieran tener tal negocio. ¿Por qué no proseguís con él? A vuestro padre le reportó grandes beneficios-.
-No seáis ingenuo. Vi a mi padre salir de una deuda para entrar en otra con el ánimo de levantar su empresa. No caeré en tal trampa. Mi vida no esta concebida para envolverme entre bordadas telas. Yo me debo al teatro, a la vida escénica que tanto adoro-.
-La vida escénica. Poética forma de describir la desdichada existencia de un actor, pues es, harto sabido que posar los pies sobre las tablas no genera riquezas, más bien miserias. Mirad bien lo que vais a hacer, recordad pues, que sois el nuevo administrador-.
-Difícil olvidar lo que celebramos, pero no me creáis tan cándido como para pensar que despreciaré la voluntad del virrey por interpretar a Calderón de la Barca. Soy hombre polifacético, una prueba de ello es que voy a invertir en una empresa-.
-¿Dónde?-.
-Con un armador de barcos-.
-¿Es buen negocio?-.
-Eso espero-.
-¡Oh!, pero maldito truhan y no me hacéis partícipe-.
-Os creía tan hábil que no necesitabais de mi consejo para aumentar vuestras arcas-.
El Marqués rió sonoramente prosiguiendo así su charla, la cual se amenizaba más cuanto más pasaba el tiempo.
Al terminar se marchó a su casa y a la mañana siguiente su cuerpo no respondía a su mente, que deseaba levantarse, cuando de repente un rayo de luz cubrió su cara haciendo que sus ojos se abrieran poco a poco, observando como una imagen distorsionada cerca de la ventana, se iba viendo cada vez más nítida.
-Señor, vuestro desayuno ya está listo- dijo un sirviente que se encontraba descorriendo las cortinas.
-Gracias Armando- dijo Olavide mientras le acercaba la bandeja con el desayuno, que se encontraba encima de una pequeña mesa- podéis retiraros- prosiguió tocando su frente con su mano por el malestar y cansancio que padecía.
-Pero señor- dijo el sirviente.
-Retiraos. Ya me aseo y visto yo solo-.
-Como gustéis-.
Olavide desayunó, se adecentó y se dispuso a marchar a su gabinete dónde debía tomar decisiones cruciales sobre la reconstrucción de la ciudad.
Entró en un gran portalón, subió unas escaleras y abrió una puerta. Allí se encontró a su secretario sentado en su despacho que se levantó súbitamente al verle diciendo:
-Don Olavide, le esperan-.
-¿Quién?- contestó secamente.
-El arquitecto del proyecto-.
-¡Ah! Maravilloso- contestó entrando en su despacho.
-Don Pablo de Olavide- dijo el arquitecto mientras se levantaba de la silla para saludarle con un cortés movimiento de su cabeza, cayéndose unos planos al suelo que recogió nervioso.
-Sentaos, que yo haré lo propio. ¿Venís por el proyecto?-.
-Sí. Aquí tengo los planos- dijo extendiéndolos sobre la mesa- si vuestra merced me lo permite os enseñaré dónde se deben construir las nuevas casas- continuó diciendo señalando con el dedo el lado izquierdo del plano.
-Mi querido amigo, lo que me enseñéis no ha de agradarme pues no lo he solicitado-.
-¿Cómo?, yo…-.
-No temáis, que vuestra no es la culpa. Es una cuestión, que de lo vulgar que es me sonrojo con tan sólo nombrarlo. Es el vil metal quien no se ajusta al proyecto- dijo Olavide con sorna mirando a los ojos del arquitecto.
Este que observó la picardía que desprendían sus ojos contestó con rapidez:
-¡Ah!, ya entiendo. Son centenares de viviendas, si quisierais rebajar la calidad del material, lo hemos hecho otras veces, yo respondería porque esas casas se alzaran pero no porque permanecieran así. Lo comprendéis, no-.
-Demasiado bien. Pero no es eso lo que yo pretendo. Creo que el hombre no sólo se nutre de una hogaza de pan sino que también necesita alimentar su alma, y que no necesita tanto cubrir su cabeza en la ingrata noche como envolver su espíritu de cultura. Pues el saber hace libre a las personas-.
-Discúlpadme señor si no se a que os referís. Yo sólo soy un humilde arquitecto-.
-Lo sé y versado además, por lo que comprenderéis mis pretensiones. Quiero reconstruir Lima cual si fuera Roma después de perecer bajo el fuego. Por eso necesito que os centréis en realizar un proyecto especial, dejando de lado las casas para más adelante-.
-¿Qué queréis que cree?-.
-Un teatro-.
-¿Un teatro?- preguntó sorprendido el arquitecto.
-Si, no se de que os sorprendéis. Hay que enriquecer la ciudad reconstruyéndola en todos sus ámbitos, no sólo se destruyen casas y hospicios-.
-Entiendo. Como gustéis. Si el virrey así lo quiere lo tendréis en unas semanas- dijo el arquitecto con un mal disimulado desagrado.
-Lo quiero yo y eso basta, pues el virrey me quiere a mi para este menester y lo que yo desee es como si lo deseara él- contestó Olavide altanero al sentirse ofendido al oírle nombrar al virrey.
El arquitecto, despreciando el desdén de las palabras que había escuchado, hizo una ligera reverencia con la cabeza, en señal de despedida, y se marchó enmudecido.
Salió por esa puerta deseoso de no volver a cruzar su umbral ante el despropósito que había tenido que presenciar, pero empezó a recordar sus trabajos anteriores y como se ejecutaron entre difíciles reglas no escritas de una sociedad que le había reportado tanto bienestar. Decidió entonces calmar su ira, producto de la injusticia, y templó sus ánimos a pesar de que nunca había sido partícipe de nada semejante.
Olavide se quedó en su despacho pensativo. Su mente acariciaba la idea repetitiva de mostrar al mundo su arte. Su sueño de postrarse ante la admiración de quienes esclavos le oyen recitar los versos que otros escribieron, le reconfortaba hasta el punto de llegar a elevar su alma hasta la plena satisfacción.
Pasaba los meses expectante a que terminaran las obras.
La construcción del teatro no pasó inadvertida. La gente se agolpaba, frente a la obra casi terminada, espetaban expresiones malsonantes llenas de desprecio.
La capital se llenó de habladurías sobre el nuevo teatro. Frases que se convertían en quejas frente a los párrocos, únicos interlocutores entre el pueblo y las autoridades por su accesibilidad.
Uno de ellos veía a diario como la gente entraba en su parroquia pidiendo cobijo y limosna pues no tenían un techo donde dormir, se decidió a ir a visitar a Olavide a su propia casa para informarle de la disconformidad que ocasionaba sus acciones entre la población de Lima.
Llamó a la puerta con insistencia pese a la debilidad de su avanzada edad. El sirviente de Olavide le abrió y al verlo dijo:
-Padre Tomás. ¡Vos en esta casa!. Pasad, pasad-.
-Pero si sois Armando, el hijo de Federico Bronca- le contestó agarrando su brazo en señal de afecto mientras entraba en la casa- sabeis que vuestro padre fue mi monaguillo-. Prosiguió diciendo.
-Sí, me lo ha contado muchas veces-.
-Pues también oficié su boda con vuestra madre. ¡Ah! Sabed que Remedios Segura era la muchacha más hermosa de Lima. Pero no vengo a hablar de cosas agradables vengo a debatir con el dueño de esta casa. Avisadle por favor-.
-Enseguida Padre- le contestó el sirviente invitándole con la mano a que pasara al salón.
El anciano párroco, de pelo canoso y ojos color miel, entró en la sala y aún cansado por la caminata desde la parroquia, una de las más céntricas de la capital pero en una de las zonas más humildes, decidió no sentarse posando sus manos, con actitud disconforme, sobre el respaldar de un butacón colonial. A la espera de la llegada de Olavide, empezó a tocar su tela y se percató de que era de fina seda de la indias cuyos motivos florales bordados.
Olavide bajó las escaleras hasta el salón y el eclesiástico al oír sus pasos se volvió y dijo:
-Delicadas telas cubren los muebles, parece sacrílego sentarse sobre ellas, ¿ cuán caras son?-.
Olavide que se percató de que la actitud del párroco no parecía amistosa, pues sabía de la inquietud de la iglesia por las quejas ciudadanas, dijo en tono burlesco haciendo un gesto con la mano para invitarle a sentarse:
-Mi querido padre Tomás. Vos por aquí. Me honráis visitándome a mi y a mis muebles-.
-Sabed que mi visita no será agradable para ninguno de los dos- dijo sentándose con el agotamiento propio de su edad.
-¿Un Jerez?- le preguntó Olavide acercándose a un aparador dónde tenía varias licoreras y copas.
El párroco declinó la invitación con un ligero movimiento de su mano y añadió:
-Soy un anciano que he visto la miseria de las blancas almas por la malicia en todas sus formas. Un día, hace ya multitud de lustros, doné estas manos que ves al señor para evitarlo. Mi presencia aquí no es si no esa-.
-No se lo que vos queréis decir, pero permitirme aconsejaros de no caer en el error de pronunciar palabras injuriosas- dijo Olavide permaneciendo de pie mientras portaba una copa para después beber de ella.
El pastor de la iglesia se rió levemente y le contestó:
-Sabed que me hacéis sonreír, pero no de alegría sino de vergüenza al oír la desfachatez salir de vuestra boca-.
-Si mis palabras arrancan de vuestro ajado rostro una sonrisa, aunque fuere de rabia, me doy por satisfecho-.
El padre Tomás al oírle se levantó furioso y dijo:
-Vuestras burlas no harán más que darme fuerzas para demostrar al mundo que vos sois un vulgar ladrón que habéis construido un teatro en vez de casas-.
-Vos sois quien se ha mofado con vuestro comportamiento en mi humilde casa. Sólo sois un párroco que no distingue la importancia del arte en una sociedad. Nadie os escuchará, como no lo hacen con los pocos que se quejan porque no quieren ver como avanza la ciudad cubriendo las necesidades del intelecto. Si a el propio virrey no ve inconveniente en mi actitud, quién sois vos para tenerlo-.
-Sabréis pronto quien soy- contestó el padre Tomas marchándose malhumorado por las palabras de Olavide.
Al marcharse el cura, Olavide se quedó impasible, con una falta de preocupación propia de quienes viven la vida intensamente dando prioridad a sus gustos y placeres.
Olavide había tejido una red de amistades que le proporcionaban tranquilidad. Tenía el apoyo que surge del intercambio de favores.
Pero aunque las autoridades no se hacían partícipe del clamor popular, la gente se preguntaba el por qué de aquella construcción.
Olavide ilusionado visitaba, días más tarde, las obras ya terminadas. Andaba a pie de obra, orgulloso de haber sido quien creara el Gran Teatro, de un lado a otro de la puerta de este, cuando un hombre vestido con harapos se acercó y le dijo:
-Disculpadme señor, ¿sois vos el constructor de este teatro?-.
Olavide posó su mano en el hombro de aquel mendigo y le contestó:
-No, soy más, soy su ideólogo. Yo propuse crear esta gran obra-.
-¿Vos sois Don Pablo de Olavide?-.
-Así es. Admirad pues mi legado-.
-Sabed que preferiría admirar mi casa-.
-¿Cómo decís?-.
-Lo que vuestros oídos han percibido. Mi persona padeció aquel fatídico día el castigo de Dios por mis pecados. El Señor derribó los cimientos de mi hogar feneciendo mi esposa entre ellos, dejándome tres hijos-.
-¿Dios os castigó? Debeís saber, mi buen amigo, que no fue él quien hizo temblar el suelo, fue la naturaleza que es sabia y cruel a la vez-.
-¿La naturaleza? Los árboles y sus raíces queréis decir-.
-Más complicado aún, pero debéis creer que Dios no tuvo nada que ver, es tan sólo una artimaña de aquellos que quieren aprovecharse del sufrimiento ajeno para llenar las iglesias de hombres temerosos. Meditad esta idea y seréis libre. Adieu- contestó Olavide para marcharse con paso firme al instante.
-Pero, ¿ y mi casa?- preguntó mientras veía como se marchaba.
Olavide anduvo con firmeza, lleno de júbilo por ver su obra terminada. Cuando fue acercándose a su casa, vio como en la misma calle dónde moraba una muchedumbre claramente alterada.
Olavide se sorprendió, no sabía que pasaba exactamente.
-¡Es él!- gritó una mujer alterada señalándolo.
Olavide se abrió paso entre la gente como si fuera un actor entre su público y al llegar a la puerta gritó al gentío mientras su criado entreabrió la puerta con sigilo:
-Escuchadme, os digo que la iglesia os miente. Dios no os trajo el mal que os dejó sin hogar, fue la pérfida e imprevisible naturaleza. Marchaos a la iglesia a pedirle explicaciones a los hombres del Señor-.
Al terminar de pronunciar esas sílabas entró en su casa y cerró la puerta rápidamente con fuerza. Mientras, el Padre Tomás observaba con bochorno la actitud de Olavide rezagado en la esquina de la casa, oculto entre la gente.
Olavide entró angustiado y gritó:
-Ha debido ser ese cura del demonio-.
Su sirviente al ver el estado en el que se encontraba dijo:
-Señor, vos no os encontráis bien, deberíais sentaros. Os serviré un Jerez-.
-Armando, vos siempre atento de mi bienestar, mas aunque moje mis labios en un cáliz de ambrosía mi pesar no se disipará-.
El sirviente le llenó la copa y se la ofreció diciendo:
-Permitidme aconsejaros que si el calor en vuestra garganta de este brebaje de los dioses no os calmara, deberíais sopesar el centraros en los ensayos, eso mitigará vuestra inquietud-.
-No os falta la razón. En este mismo instante iré a repasar mi texto- contestó Olavide levantándose del sillón.
-Hacéis bien señor-.
Su voz se alzó perturbante oyéndose por toda la planta baja. Así continuó varios días, entre largas sesiones de interpretación y decisiones administrativas.
En su despacho ultimaba los últimos detalles para la inauguración del teatro.
Sentado, sopesando el destino de la partida presupuestaria que le habían otorgado para administrar así las indemnizaciones a aquellos que perdieron sus bienes y familias, oyó como un puño golpeaba la puerta ligeramente.
Olavide creyendo que sería su secretario le instó a entrar con seria voz que se tornó amable al observar como la puerta se deslizaba por el suelo, dando paso a un pie que con seguridad se posaba en este, para acto seguido presentarse con elegancia quitándose el sombrero, su tío materno, Domingo Jauregui.
-Mi querido tío, ¿cómo vos por aquí?- dijo Olavide levantándose ligeramente de la silla para acto seguido volverse a sentar.
-Bien, sabéis cual es el motivo-.
-Me intrigáis, aunque no lo percibáis. Sentaos y habladme, ¿como están mi tía y mis primos?-.
Su tío se sentó y alzó su mano realizando un gesto con la palma de esta extendida intentando que parara de preguntarle por su familia desviando así el tema principal de su visita y que le había traído hasta allí.
-No juguéis con vuestra astucia conmigo. Recordad que soy vuestro tío. Os vi crecer entre los dulces brazos de mi hermana y se sobradamente vuestra destreza para embaucar. Ahora decidme, ¿por qué no habéis abonado ya las deudas de vuestro difunto padre?-.
-Vuestras palabras me entristecen, no por vuestra ofensa hacia mi persona, sino por haber nombrado a quienes tanto adoré y mis ojos jamás podrán volver a ver- contestó Olavide con gesto serio.
-Pablo, hijo…- contestó su tío creyendo que sus palabras, por inoportunas, habían afectado profundamente a su sobrino.
-No, callad. Si queréis saber yo os informaré, pero debo advertiros que no serán buenas nuevas lo que pronunciaré. Como bien sabéis mi pobre padre me dejó unas deudas antes de irse a la madre patria donde pereció, pues bien, no puedo afrontarlas por excesivas. Bien quisiera hacerlo, pero no puedo- dijo Olavide en tono melodramático.
-¿Cómo puede ser posible? Miraos sois administrador, puesto otorgado por el virrey-.
-Sí, lo soy, pero bien sabéis que el terremoto devastó no sólo la ciudad sino también las arcas que disminuyen sin piedad para reconstruir la capital, por lo que yo percibo, ante tal crisis, una ínfima cantidad que apenas me deja mal vivir-.
-No puedo creer lo que mis oídos oyen. ¿No percibís cuantía alguna? ¿Trabajáis por benevolencia? ¿Caridad, quizás? Sabed que fui aval de vuestro padre y si no abonáis sus deudas me embargaran y quedaré en la inmundicia como aquellos a los que ahora ayudáis-.
-Mas quisiera yo poder solventar tal deuda , pero son tiempos difíciles para todos- dijo levantándose de Olavide.
El administrador se acerca a la puerta y la abrió para invitarle a marcharse. Su tío no se levantó de la silla y dijo:
-No puedo creerlo, ¿vuestro padre no dejó ganancia alguna?-.
-Así es y ahora, si vos me lo permitís, debo proseguir con mi trabajo que más pudiera llamarse caridad en este caso-.
Domingo se levantó, se acercó a él y en el umbral de la puerta dijo mirándole a la cara:
-¿A qué llamáis caridad?, ¿a la construcción del teatro?. No me convenceréis, no soy tan ingenuo. Si antes de terminar la semana no pagáis vuestras deudas me veré obligado a tomar medidas-.
Olavide se quedó impertérrito en silencio mientras su tío se marchaba claramente enfadado. Pero su actitud tan sólo fue una máscara, pues la preocupación se apoderó de él un segundo. Instante que no perduró en el tiempo pues confiaba en el cariño del parentesco para eludir cualquier dificultad. Él veía a su tío como un hombre con un poder adquisitivo alto, al que cargar con el perjuicio de su impago no le acarrearía problema alguno. Tan sólo pensaba en su negocio con el armador. Estaba convencido de que el éxito se cerniría sobre su horizonte y entonces podría acarrear cualquier contratiempo que el destino le impusiera y poder esquivarlo con su destreza.
A los pocos días recibió en su casa una misiva. Su sirviente, Armando, la recogió, la colocó en una bandeja de alpaca y se la entregó a Olavide que se encontraba ultimando los detalles de su atuendo, ya que se disponía a salir.
Cogió el sobre entre sus dedos, lo abrió y lo leyó lentamente. La sorpresa de lo que era previsible llenó su rictus de una tensión que nunca antes había experimentado.
Partió raudo y se encaminó a visitar a su amigo, el Marqués de Casa Calderón. Este le recibió con amabilidad, pues la amistad de años había trazado entre ellos unos lazos de complicidad que hacían que se estimaran y admiraran mutuamente.
En el despacho del anfitrión comenzó Olavide a explicar sus preocupaciones al recibir una misiva en la que se le requerían los 40000 pesos que prestó al armador, por parte de su tío, quién le había investigado y denunciado a las autoridades, para no tener que responder con sus bienes a la deuda de su padre.
Olavide abogó a su amistad para pedirle que, desde su posición como regente del tribunal de cuentas, le ayudara a eludir su responsabilidad.
Este aceptó sin pensárselo. Olavide salió del palacete más tranquilo.
Al día siguiente, el Marqués habló con las autoridades eximiendo a su amigo de culpa alguna, calificando de infundio la acusación contra él. Para ello hizo uso de la mentira, alegando que no constaba que Olavide hubiera poseído o invertido 40000 pesos.
Al salir de declarar a favor de su amigo, el Marqués se acercó a la casa de este.
Esperando en el salón de pie con gesto serio vio como Olavide entraba nervioso diciéndole:
-Ángel, ¿ya habéis arreglado aquello que os pedí?-.
-Les dije lo que acordamos, pero me temo que han dudado de mis palabras-.
-Habrá que hacer pues algo más drástico-.
-Pondré en peligro mi posición si intento ayudaros en términos más comprometidos. Debo marcharme. Suerte amigo- terminó diciendo su amigo para marcharse seguidamente con gesto serio.
El Marqués se marchó dejando a Olavide inmerso en la angustia. Sus manos, antes firmes, se tornaron temblorosas y un ligero sudor se hacía presente en estas, síntoma de su nerviosismo.
Su ansiedad se acrecentaba de tal modo que corrió hacia su aposento, subiendo las escaleras de tal forma que no le importó que su sirviente tuviera que apartarse de su camino de forma brusca.
Llegó a su habitación y empezó a rebuscar entre los cajones de su cómoda una pequeña pertenencia que se hacía vital en ese instante. Sacó la ropa de estos hasta encontrar una pequeña bolsa de cuero marrón.
La escondió alterado en el bolsillo de su chaleco mientras se disponía a salir de allí para bajar las escaleras corriendo hasta la puerta, donde agarró su sombrero y sin colocárselo, salió por la entrada principal de su casa y tomó su carruaje, que como de costumbre, le esperaba en la puerta.
Gritó a su cochero una dirección y este partió raudo hacia ella.
Al llegar, intentando parecer más calmado, bajó del coche lentamente. Entró en un edificio gubernamental y subió a la segunda planta.
Sin poder esperar, entró en el despacho del inspector de cuentas sin que le avisaran. Este que se encontraba entre multitud de papeles le saludo sorprendido. Ya se conocían de antes. Habían coincidido en un par de ocasiones debido al puesto que ejercía como administrador.
El inspector pensó, que requería sus servicios con urgencia, en referencia a la administración de los bienes de los afectados del terremoto, y con una sonrisa cínica preguntó si era el motivo, creyendo que la construcción del teatro le trajo algún inconveniente que requiriera de sus servicios, los cuales estaba disponible para ofrecérselos sin condición alguna.
Olavide, ofendido por el sutil gesto, pero no obstante expresivo, de su boca, negó rotundamente tal pregunta para después añadir, de forma más serena, las palabras necesarios para argumentar su petición de ayuda. “Necesito de vos vuestra destreza para el ocultamiento”, le dijo a un sorprendido funcionario que no llegaba a descubrir lo que Olavide quería de él.
El inspector le imploró más claridad y este cogió con sus dedos el saquito que tenía en el chaleco, lo tiró encima de la mesa del despacho y relató el problema que tenía con su tío y cómo debía ocultar por todos los medios el préstamo que realizó pues quedaría demostrado que poseía dinero para pagar las deudas de su progenitor.
El funcionario contaba las monedas de oro mientras escuchaba a Olavide pedirle ayuda. Aceptó inmediatamente al comprobar la generosidad de este, trajo el acta notarial donde estaba inscrito el préstamo y ante la imposibilidad de manipular el nombre con tinta pues estaba escrito con letras legibles pero muy unidas unas con otras, sopesaron tacharlo, pero ante una denuncia explícita y con datos muy concretos, un borrón implicaría una manipulación del documento para exonerar al imputado, por lo que optaron por romper la hoja aún sabiendo que estaban estas numeradas, pensando que al no constar préstamo alguno a dicho armador, claro referente en la denuncia, podría salir ileso de la acusación.
Olavide salió del despacho del inspector y notario satisfecho y a la vez más tranquilo. Pero para su desgracia este no sería su único problema.
El padre Tomás fue a hablar con las autoridades eclesiásticas para relatar cómo Olavide malversaba los fondos para la reconstrucción, generando revueltas en el pueblo y cómo para apaciguarles les explicaba de forma ilustrada como la naturaleza había sido causante del terremoto desvirtuando la presencia de Dios, negando su existencia y su ira divina. Esto irritó al Obispo que rápidamente fue a quejarse al virrey.
Quejas que el limeño, recordaba con rencor y rabia protegido por las aristas de madera de aquel tonel que era su refugio. Creyó que fueron estas su perdición, sin pensar en sus otras andanzas.
De repente oyó un ruido y miró tras las grietas de las quebradizas maderas que escondían su presencia, no pudiendo ver con claridad, pues la oscuridad del ocaso se hizo presente sin haberse dado cuenta.
Era una rata que roía sin parar un trozo de pan. Olavide hambriento no podía apartar sus ojos de aquel pedazo de comida. Sintiéndose seguro bajo la oscuridad que acechaba, salió del tonel y corrió tras el roedor para quitarle el pan, mas sin éxito pues en su torpe carrera tropezó con un marinero visiblemente ebrio quien al verle le agarró por el hombro y agitando su botella se puso a cantar con él sin percatarse de que era un polizón. El marinero se arrimó a la popa para vomitar su melopea sobre el mar, momento que aprovecho el limeño para huir de él.
Olavide aprovechando que los marineros festejaban su marcha al viejo mundo en la proa, bajó hasta las bodegas donde permaneció escondido varias semanas. Cuando el barco atracaba en un puerto, bajaba de noche, se encargaba de conocer la ciudad en la que se encontraba y permanecía en esta timando a los nativos, procurando negocios poco lícitos con el único fin de su mera subsistencia.
Cuando su rostro ya se hacía conocido en demasía por las calles de esas ciudades porteñas tomaba el primer barco que veía para proseguir su viaje hacia Europa.
…Quieres saber cómo sigue?? Adquiere ya tu ejemplar en Lulu.com y Bubok.es
http://www.bubok.es/libros/234000/La-vida-escenica
http://www.lulu.com/…/la-vi…/paperback/product-21730810.html

Deja un comentario

Archivado bajo Libros Jenssen

Deja un comentario